lunes, diciembre 13, 2004

Crecer

El cielo azul lleno de agujeritos brillantes abría sus brazos para mí (A mis doce o trece años no me importaba echarme boca arriba en el techo).
El ruido cotidiano de la cena en plena preparación, la voz de papá, de mamá, o de alguno de mis hermanos, y de todos a la vez, en una secuencia desconocida para mí, pero que ahora reconozco como música, me aislaban del entorno.
Yo, seguro, absolutamente seguro de que el mundo y la felicidad eran completamente míos, me dedicaba a no pensar, a ser todo y nada a la vez, me dedicaba a saborear cada segundo transcurriendo por cada parte de mí.
Yo, seguro, absolutamente cierto de estar en la cima del mundo, me dedicaba a ser todos los sueños del mundo, a tener todos los sueños del mundo.
Pero en ninguno de ellos me veía así como me veo ahora que despierto, en mi cuarto alquilado, con el ruido de voces ajenas al otro lado de las paredes, con la tensión de que se me está haciendo tarde para llegar al trabajo.
A través de la ventana, sucia, con marcos de fierro oxidados, sólo puedo ver un poco de cielo gris.
La realidad huele un poco a guardado, y otro tanto a cera de piso.
Quiero cerrar los ojos y volver al sueño... no, no al sueño. Quiero cerrar los ojos y volver a casa, volver al techo, la cima del mundo, levantarme y bajar corriendo a abrazar a la voces que me arrullaban. Sentarme a la mesa con ellos y contarles que soñé mi soledad.
Contarles que no quiero crecer.