El restaurante está en una esquina y tiene dos ambientes bien definidos: el que da a la avenida Raúl Ferrero es para pollos (pollos a la brasa, obviamente) y parrillas, y el que da a la calle transversal, cuyo nombre no sé, es para pescados y mariscos (cebiches, sudados, parihuelas, etc.).
Primera decisión: a cual ambiente entramos. Romina está agripada y no puede comer pescados ni mariscos, así que optamos por entrar a la parte de pollos y parrilladas.
Entramos. Hay varias mesas pequeñas de cuatro sillas de madera cada una. Las ventanas muestran el día soleado y tranquilo.
Segunda decisión: Pollo a la brasa o parrillada. Es feriado y este almuerzo fuera de casa es excepcional. El pollo a la brasa es una comida ordinaria. Así que optamos por pedir una parrillada para dos (Romina es pequeña y fácilmente podemos compartir los tres: Ross, Romina y yo).
Los pocos comensales nos miran extrañados. No hay música de fondo, así que han podido escuchar claramente el pedido: término medio, por favor, bastantes papas fritas y una jarra de chicha morada.
Mientras van poniendo en la mesa los anticuchos de corazón, las brochetas de pollo, la morcilla, el chorizo, las chuletas de cerdo, la bola de lomo, y el bife angosto, recapacito: es feriado, es Viernes Santo.
Tercera y definitiva decisión: pecar o no pecar. Pienso en mis antecedentes, trato cada día de ser buen padre, buen hijo y buen esposo. Trato de dar lo mejor de mí en mi trabajo, y trato de ayudar a quienes necesitan ayuda en la medida de mis posibilidades y de mis estados de ánimo.
Mis posibilidades y estados de ánimo son, sin embargo, algo sumamente insuficientes para aspirar al cielo.
Todo está decidido entonces, pienso, mientras separo las brochetas de pollo para Romina, y meto en mi boca un trozo de carne.
Al fin y al cabo, lo que como o dejo de comer no puede hacerme en modo alguno mejor o peor cristiano.