Era gordito, bajito, de cabellos ondulados, y con una muy femenina hendidura en el mentón. De hecho tenía cara de señora en resignación constante. No era muy amiguero, y como a todos los que no solemos destacar por algo en el Colegio, lo conocíamos únicamente por su apellido paterno: Rosas.
Por esas cosas de la vida coincidíamos en una afición, los cómics. Me lo encontré varias veces en un kioskito por el colegio, bien caleta, en el que alquilaban todo tipo de revistas, la mayoría comics y pornos; y desde entonces empezamos a conversar bastante, aunque no diré que llegamos a ser amigos.
Rosas, sin cambiar su cara de señora resignada, me contaba increíbles e interminables historias de superhéroes (su favorito se llamaba Maxisol, un tipo bastante parecido a Iron Man) y de naves espaciales, con tal nivel de detalle que hasta me parecía que él las había creado.
Dije que no me parece que hayamos sido amigos de verdad, porque nuestras conversaciones nunca pasaban de esos temas, aún cuando nos tomábamos horas y horas para conversarlos.
Un domingo en la mañana, sin embargo, Rosas tocó mi puerta y me pidió que le acompañe a visitar a un amigo, que trabajaba de vigilante en una fábrica. Accedí aunque un poco extrañado por la visita, por el día, por la hora, y por la enorme mochila que traía a sus espaldas, que pese a ello no parecía muy pesada que digamos.
La fábrica, enorme, al parecer abandonada y oscura, quedaba, cosa increíble, como a seis cuadras de mi casa. Nunca me llamó la atención porque por fuera parecía únicamente un almacén sin ningún letrero que indique o haga presumir su actividad.
Entramos. Aparte de su amigo no había adentro nadie más que nosotros.
Su amigo era alto, flaco, de cabellos lacios y nariz aguileña. Tenía una expresión un poco tonta, y le hablaba a Rosas al oido. Caminé un rato dejándolos solos, subiendo y bajando por todas las estructuras metálicas, las habitaciones metálicas, y las escaleras metálicas del lugar. Volví, Rosas me pidió que les tome una fotos a su amigo y a él, pero que primero los deje vestirse adecuadamente para ello. Accedí de nuevo.
Entraron en una de las habitaciones llevando la mochila que Rosas había traído, cerraron la puerta. Mientras tanto, yo miraba detenidamente una de las estructuras que parecía un enorme silo, aunque no recuerdo haber visto nunca un silo de verdad.
Salieron. Estaban vestidos totalmente de negro, con únicamente los ojos descubiertos. “Vaya”, dije, “así que Ninjas tenemos”, riendo un poco. Caminaron raro hacia mí, y entonces noté que cada uno tenía una daga alargada entre sus manos, e inmediatamente recordé que no me habían dado ninguna cámara fotográfica con qué fotografiarlos. “Que tipos para raros, pensé”.
Rosas, puso su espada (era, definitivamente, una espada) ante él y me dijo “no te asustes, no va a dolerte”, y no habría cambiado aún mi sensación de estar ante un par de chiflados, sino fuera por la risita extraña del Ninja flaco.
Rosas saltó hacia mí, y no tuve más remedio que arrancarle el corazón, con el que asfixié a su amigo, antes que él pudiera intentar golpearme con su espada por segunda vez.
Desde dentro de la fábrica no se oía el ruido de la calle.
Por esas cosas de la vida coincidíamos en una afición, los cómics. Me lo encontré varias veces en un kioskito por el colegio, bien caleta, en el que alquilaban todo tipo de revistas, la mayoría comics y pornos; y desde entonces empezamos a conversar bastante, aunque no diré que llegamos a ser amigos.
Rosas, sin cambiar su cara de señora resignada, me contaba increíbles e interminables historias de superhéroes (su favorito se llamaba Maxisol, un tipo bastante parecido a Iron Man) y de naves espaciales, con tal nivel de detalle que hasta me parecía que él las había creado.
Dije que no me parece que hayamos sido amigos de verdad, porque nuestras conversaciones nunca pasaban de esos temas, aún cuando nos tomábamos horas y horas para conversarlos.
Un domingo en la mañana, sin embargo, Rosas tocó mi puerta y me pidió que le acompañe a visitar a un amigo, que trabajaba de vigilante en una fábrica. Accedí aunque un poco extrañado por la visita, por el día, por la hora, y por la enorme mochila que traía a sus espaldas, que pese a ello no parecía muy pesada que digamos.
La fábrica, enorme, al parecer abandonada y oscura, quedaba, cosa increíble, como a seis cuadras de mi casa. Nunca me llamó la atención porque por fuera parecía únicamente un almacén sin ningún letrero que indique o haga presumir su actividad.
Entramos. Aparte de su amigo no había adentro nadie más que nosotros.
Su amigo era alto, flaco, de cabellos lacios y nariz aguileña. Tenía una expresión un poco tonta, y le hablaba a Rosas al oido. Caminé un rato dejándolos solos, subiendo y bajando por todas las estructuras metálicas, las habitaciones metálicas, y las escaleras metálicas del lugar. Volví, Rosas me pidió que les tome una fotos a su amigo y a él, pero que primero los deje vestirse adecuadamente para ello. Accedí de nuevo.
Entraron en una de las habitaciones llevando la mochila que Rosas había traído, cerraron la puerta. Mientras tanto, yo miraba detenidamente una de las estructuras que parecía un enorme silo, aunque no recuerdo haber visto nunca un silo de verdad.
Salieron. Estaban vestidos totalmente de negro, con únicamente los ojos descubiertos. “Vaya”, dije, “así que Ninjas tenemos”, riendo un poco. Caminaron raro hacia mí, y entonces noté que cada uno tenía una daga alargada entre sus manos, e inmediatamente recordé que no me habían dado ninguna cámara fotográfica con qué fotografiarlos. “Que tipos para raros, pensé”.
Rosas, puso su espada (era, definitivamente, una espada) ante él y me dijo “no te asustes, no va a dolerte”, y no habría cambiado aún mi sensación de estar ante un par de chiflados, sino fuera por la risita extraña del Ninja flaco.
Rosas saltó hacia mí, y no tuve más remedio que arrancarle el corazón, con el que asfixié a su amigo, antes que él pudiera intentar golpearme con su espada por segunda vez.
Desde dentro de la fábrica no se oía el ruido de la calle.