Caminamos lentamente, con pasos coordinados. Es de noche y no hay gente en los alrededores. En realidad, concentrado como estoy en lo que me dices, no me fijo si hay gente en los alrededores.
Me gustaría agarrar tu mano mientras caminamos, abrazarte sería mucho pedir, pero nunca pude superar la timidez de ser yo el de la iniciativa.
Me conversas bastante, yo escucho absorto. Me vas señalando algunas casas mientras me dices quienes de tus amigos viven allí, contándome anécdotas que te van viniendo a la cabeza. Me señalas el parque en el que solías jugar de niña. Estamos caminando por tu barrio, llevamos más de una hora así.
Ya varias veces me habías hablado de tus amigos de barrio, de cómo suelen reunirse de vez en vez. También me habías hablado de tu colegio, cerca a tu casa, por el que justamente estamos pasando en este momento. Pero esta es la primera vez que camino contigo por estas tus calles.
Fue todo súbito y espontáneo. Fui a esperarte a la salida de la universidad, como habíamos acordado. Nos encontramos, caminamos hasta la parada del autobús, lo tomamos juntos, siempre conversando y riendo de todo y de nada a la vez. Bajamos del bus como a 05 cuadras cerca a tu casa, que es lo más cercano que había llegado yo hasta entonces, y nos sentamos en un parque cuyo nombre nunca supe, como habíamos hecho otras veces, en una banca bajo un ficus ahora casi sin hojas.
Te hablaba de los libros que estaba leyendo por esos días. De la música que suelo escuchar. Sonreías de vez en vez y me mirabas fijamente, muy fijamente, cuando me acercaba a ti para besarte. ¿Por qué siempre me hablas de libros y de música?, me preguntaste. No supe que decirte. Notaste mi turbación y de inmediato pasaste tus brazos por mi cuello y me besaste con uno de esos besos tuyos tan posesivos, tan concluyentes.
¿Me acompañas a mi casa?, me dijiste. Y yo pensé que te referías a seguir la conversación por nuestros celulares, mientras tú te ibas a tu casa y yo a la mía, como muchas veces antes habíamos hecho. Te dije está bien, ahora mismo te llamo. No, ven conmigo, me dijiste.
Uno no suele apreciar el cielo cuando está en el cielo sino cuando ya bajó, pero esta vez pude percibir que lo que venía iba a ser una escena importante de la película indie que suele ser mi vida.
Empezamos a caminar despacio, entonces, hacia tu casa, por calles nuevas para mí pero usuales en tu vida. Y de hablar de tus amigos y anécdotas de barrio empezaste a hablarme de tu familia. Nos detuvimos faltando un par de casas para la tuya. Estamos cerca me dijiste, inclinaste un poco la cabeza y levantaste las cejas como en una interrogación. Te pusiste frente a mí. Yo tenía las manos en los bolsillos, no me había atrevido a sacarlas de allí. Esa es mi casa, la señalaste.
Ví unas cuantas ventanas iluminadas, y te imaginé con tus padres, tus hermanos (a todos los habías visto en fotografías). Te imaginé en tu habitación (tu guarida, como le llamas tú), alegre, triste, riendo, llorando, con tus amigas y amigos, creciendo.
Nos acercamos hasta la puerta de tu casa, muy lentamente. Yo sentía todo como una ceremonia de iniciación a tu mundo. Me estabas mostrando tu vida, ya no sólo contándomela, y no sabía cómo decirte lo mucho que apreciaba lo que estabas haciendo. Lo mucho que significaba todo eso para mí.
Ya estabas a punto de despedirte y me atreví a tocar tus dedos con mi mano, así veloz, tímidamente. Te digo gracias. ¿Por qué?, me dices. Por esto, por dejarme acompañarte hasta aquí. Me miras fijamente, como cuando vas a besarme, hasta pienso que vas a hacerlo allí, en la puerta de tu casa, sabiendo que el solo pensarlo de por sí es ya una locura.
Enlazamos nuestros dedos. La noche pareciera haberse detenido. Te digo, tengo un mundo pequeño entre libros y música, y tú lo has expandido enormemente con tu mundo. Te brillan los ojos. Que preciosa estás, pienso. No me atrevo a hablar por no romper este momento mágico.
Levantas una mano, acaricias mi mejilla, que arde y tiembla sin que pueda evitarlo, y pegas tus labios a los míos.
Me gustaría agarrar tu mano mientras caminamos, abrazarte sería mucho pedir, pero nunca pude superar la timidez de ser yo el de la iniciativa.
Me conversas bastante, yo escucho absorto. Me vas señalando algunas casas mientras me dices quienes de tus amigos viven allí, contándome anécdotas que te van viniendo a la cabeza. Me señalas el parque en el que solías jugar de niña. Estamos caminando por tu barrio, llevamos más de una hora así.
Ya varias veces me habías hablado de tus amigos de barrio, de cómo suelen reunirse de vez en vez. También me habías hablado de tu colegio, cerca a tu casa, por el que justamente estamos pasando en este momento. Pero esta es la primera vez que camino contigo por estas tus calles.
Fue todo súbito y espontáneo. Fui a esperarte a la salida de la universidad, como habíamos acordado. Nos encontramos, caminamos hasta la parada del autobús, lo tomamos juntos, siempre conversando y riendo de todo y de nada a la vez. Bajamos del bus como a 05 cuadras cerca a tu casa, que es lo más cercano que había llegado yo hasta entonces, y nos sentamos en un parque cuyo nombre nunca supe, como habíamos hecho otras veces, en una banca bajo un ficus ahora casi sin hojas.
Te hablaba de los libros que estaba leyendo por esos días. De la música que suelo escuchar. Sonreías de vez en vez y me mirabas fijamente, muy fijamente, cuando me acercaba a ti para besarte. ¿Por qué siempre me hablas de libros y de música?, me preguntaste. No supe que decirte. Notaste mi turbación y de inmediato pasaste tus brazos por mi cuello y me besaste con uno de esos besos tuyos tan posesivos, tan concluyentes.
¿Me acompañas a mi casa?, me dijiste. Y yo pensé que te referías a seguir la conversación por nuestros celulares, mientras tú te ibas a tu casa y yo a la mía, como muchas veces antes habíamos hecho. Te dije está bien, ahora mismo te llamo. No, ven conmigo, me dijiste.
Uno no suele apreciar el cielo cuando está en el cielo sino cuando ya bajó, pero esta vez pude percibir que lo que venía iba a ser una escena importante de la película indie que suele ser mi vida.
Empezamos a caminar despacio, entonces, hacia tu casa, por calles nuevas para mí pero usuales en tu vida. Y de hablar de tus amigos y anécdotas de barrio empezaste a hablarme de tu familia. Nos detuvimos faltando un par de casas para la tuya. Estamos cerca me dijiste, inclinaste un poco la cabeza y levantaste las cejas como en una interrogación. Te pusiste frente a mí. Yo tenía las manos en los bolsillos, no me había atrevido a sacarlas de allí. Esa es mi casa, la señalaste.
Ví unas cuantas ventanas iluminadas, y te imaginé con tus padres, tus hermanos (a todos los habías visto en fotografías). Te imaginé en tu habitación (tu guarida, como le llamas tú), alegre, triste, riendo, llorando, con tus amigas y amigos, creciendo.
Nos acercamos hasta la puerta de tu casa, muy lentamente. Yo sentía todo como una ceremonia de iniciación a tu mundo. Me estabas mostrando tu vida, ya no sólo contándomela, y no sabía cómo decirte lo mucho que apreciaba lo que estabas haciendo. Lo mucho que significaba todo eso para mí.
Ya estabas a punto de despedirte y me atreví a tocar tus dedos con mi mano, así veloz, tímidamente. Te digo gracias. ¿Por qué?, me dices. Por esto, por dejarme acompañarte hasta aquí. Me miras fijamente, como cuando vas a besarme, hasta pienso que vas a hacerlo allí, en la puerta de tu casa, sabiendo que el solo pensarlo de por sí es ya una locura.
Enlazamos nuestros dedos. La noche pareciera haberse detenido. Te digo, tengo un mundo pequeño entre libros y música, y tú lo has expandido enormemente con tu mundo. Te brillan los ojos. Que preciosa estás, pienso. No me atrevo a hablar por no romper este momento mágico.
Levantas una mano, acaricias mi mejilla, que arde y tiembla sin que pueda evitarlo, y pegas tus labios a los míos.