Romina es mi hija mayor, y me mira desconcertada cada vez que, furioso, le llamo la atención por las cosas que creo hace mal.
Romina es una niña alegre y linda, que hace de todo un juego, que convierte todo en un juego.
Yo soy habitualmente gris y no veo la luz que ella siempre dirige a mí, no veo las cosas graciosas que hace para llamar mi atención, ni le devuelvo con suficiente fuerza los abrazos que me suele robar cuando voy a besarla en la frente antes de dormir.
Romina es mi hija mayor, y me mira desconcertada cuando llego callado a casa.
Es Romina quien tendría que aprender a crecer a través de mí, de lo que pueda enseñarle o darle; pero soy yo, en realidad, quien tiene que aprender de su alegría, soy yo quien tiene que aprender de sus juegos… soy yo quien tiene que aprender de los reproches que me hace cuando me mira desconcertada por las llamadas de atención que le hago, por las cosas que creo hace mal y que finalmente casi nunca es así.
Romina, mi hija mayor, me mira desconcertada cuando en silencio le acaricio el cabello, imagina tal vez que pienso que lo tiene desarreglado, pero no sé cómo decirle en realidad que me perdone por cargar en sus hombros todos mis defectos.