Para defenderme de la tristeza te maté en mi cabeza. Te puse en un avión con destino a Europa y lo hice explotar en medio del mar. Lloré mucho tu muerte inventada tanto como tu ausencia voluntaria. Pero no fue suficiente.
Despertaba cada mañana con un recuerdo tuyo, con algún olor que dejaste en mí en algún momento y eso se convertía en una sensación de vacío que me impedía pensar, reír e incluso respirar. No es lo mismo vivir a sabiendas que algún día habremos de morirnos que vivir sabiendo la fecha de nuestra muerte, porque la muerte, ausente aún en ambos casos, se vuelve una presencia constante ante el conocimiento de su llegada, se vuelve como una nube de smog que empaña constantemente el vidrio de la ventana por la que miramos todo lo que miramos.
Cuando te fuiste no estábamos en el mejor de nuestros momentos, lo sé. Hasta casi puedo afirmar que la magia había pasado a formar parte de nuestros recuerdos para volverse tan solo alegría y uno que otro estallido de luz. Tu “cuéntamelo todo y exagera” de las primeras conversaciones se fue diluyendo en palabras más simples, en sobreentendidos. Nuestras salidas veloces para vernos y luego correr a casa para coincidir en el chat, se fueron volviendo encuentros más programados y calmados, las despedidas para irse a casa se volvieron definitivamente despedidas.
Pero aún estando así tu compañía era el cielo para mí. Besarte seguía siendo como un salto gigantesco que me levantaba por sobre las nubes y me hacía ver todo como posible y luminoso.
Matarte en mi cabeza no calmó mi necesidad de ti. Matarte y asumir como irremediable tu pérdida tan solo me hizo sentirme desamparado, transcurrir por la vida como un pedazo de madera que resbala por una caída de agua.
Tú estabas en mi carro en miles de recuerdos (riéndote, poniendo tus pies descalzos sobre el tablero, besándonos, sentada encima mío moviéndote con fuerza y aferrándote como queriendo mantenerte pegada a mí para siempre), en las calles por las que caminaba, en el estacionamiento en que te esperaba a la salida del dentista, en el que la primera vez apareciste agachada detrás del carro diciéndome que no me moleste por haberme hecho esperar, tan feliz, tan linda con tu pelo lacio, tus ganchitos y tus sandalias bajitas.
Estabas al costado del colegio por el que siempre paso al ir a casa, mirándome a través de las lunas de mi carro, enviándome un beso o sonriéndome con esa sonrisa tuya tan tuya. Estabas incluso en los ascensores de todos los edificios a los que fuimos, en los que lograba robarte un beso muy a pesar tuyo. Estabas en todo, como si todo lo mío no fuera nada más que una extensión de tu compañía.
Estabas en todo y sin embargo ya no estabas, porque no aguantaste la presión del miedo. Quise borrar tus palabras de mi corazón con lágrimas y más lágrimas, pero tus mismas lágrimas de despedida me las traían una y otra vez. Quise ser perfecto para ti incluso en la despedida y te dejé ir.
Y el ejercicio de matarte una y otra vez, una y otra vez rompía mi corazón. No eras tú quien estaba al otro lado haciéndome compañía sino todo era tan solo tu recuerdo.
No aguanté más y te llamé para contarte que estaba cansado, que no podía más con este constante sentirme solo entre tanta gente que podría hacerme compañía. Te pedí una vez más por favor que abras los ojos, que me mires, que te des cuenta de una vez por todas que yo soy tu ángel y tú eres el cielo para mí. Pero entonces ya no me oías.
Mis palabras ya no eran chispas de colores haciéndote sonreír, sino tan solo palabras. Las canciones de nuestro sound track personal ya no eran el sonido de la vida misma, sino tan solo canciones.
Y de verdad no aguanté más.
Matarte en mi cabeza no fue la solución, pero encontré una posibilidad de paz en una canción de The Smiths. Solías decirme, cuando éramos todo, que yo era un enfermito, por las canciones que escuchaba, y ya ves que una de mis canciones enfermas es la que ahora me da más posibilidades de mantenerme cuerdo.
Yo no te maté. Nos estrellamos juntos en mi auto veloz y explotamos en miles de gotitas de sangre fosforescente, que se elevaron al cielo como las chispas de un bosque incendiándose. No estabas muerta tú, lo estábamos ambos.
Entonces fue más fácil aceptar tu partida, porque te fuiste conmigo. No me dejaste extrañando la felicidad, nos fuimos con la felicidad a cuestas exhibiéndola en nuestros rostros como letreros de neón, yo contándote y exagerándolo todo, tú matándote de risa y llenando con tu alegría cada minuto de nuestro tiempo eterno.
No somos ahora los que fuimos entonces, tú no eres para mí lo que eras para él, ni yo, que te escucho y estoy sentado frente a ti hablándote de todo esto, soy el mismo que era tan tuyo.
Y no te apenes por las lágrimas que me ves contener, no hay últimas palabras que decir sino tan solo palabras.
En algún momento de esta otra vida podremos sentarnos a tomar un café para hablar de nosotros, y aquellos que fuimos y fueron todo nos harán sonreír al recordarlos. Mientras, no te apenes por las palabras que notas que no digo, no hay últimas tristezas, solo tristeza.