Pese a mi llanto y a mis ruegos, no me permitía acercarme lo suficiente como para robarle nada más que un mísero abrazo, ya que había decidido negarme sus besos.
Ella, parada frente a mí, siempre a dos pasos de distancia, se resistía a llorar entrecerrando los ojos, apretando los labios y mirando constantemente a algo bajo mis pies. Había decidido dejarme y esta vez era para siempre.
Para siempre, ella no lo entendía, significaba para mí una vida sin contenido, un parque inmenso amarillo y sin árboles frente a la ventana de mi cuarto. Para siempre, ella no quería entenderme, significaba echarse a volar sin alas desde el último piso de un rascacielos.
Le dije, al fin, que estaba bien, que no iba a humillarme más, que no iba a seguir implorándole que no me abandone, pero que por lo menos me regale el último abrazo. Le dije que no iba a llorar más por un beso suyo, a cambio de estrechar una vez más su cuerpo por un mínimo momento, porque en ese mínimo momento quedarían las cosas buenas compartidas, y las cosas buenas que algún día volverían a nosotros por distintos caminos, como vuelve la sonrisa por algo distinto a lo que segundos antes nos hizo llorar.
Vi un casi imperceptible gesto de duda, y aproveché para acercarme a ella. Su olor fue lo primero que me invadió, mucho mas fuerte cuanto que mientras más cerca la tenía, por esos pequeños segundos concedidos, más inminente era la pérdida.
Se dejó abrazar y me abrazó también, reclinó su cabeza en mi hombro, y aspirando el olor de su cabello, tan querido por mí, como cada parte de su cuerpo a punto de abandonarme, empecé a apretarla más y más contra mí, más y más fuerte, sin hacer caso de las lágrimas que como un torrente empezaron a brotar de mis ojos, ni de sus gritos que empezaron a estallar en mis oídos, como cuando en los viejos tiempos me gritaba que me amaba y sería mía para siempre.