Un día luminoso pero frío, Santiago el mago (así lo llamaba ella) decidió emprender un largo viaje de búsqueda y perfeccionamiento. Tenía una vida pacífica y estable, pero pensaba que la vida verdadera, aquella de las leyendas y mitos, de las alegrías extremas, del amor desmedido e intenso, estaba en otros lugares, bajo otros soles, en otras compañías.
Ella no le pidió que no se fuera, lo quería mucho como para pedirle eso, en cambio le prometió que le esperaría siempre, que siempre lo amaría.
Santiago el mago le dijo, dulce pequeña, en mi ausencia crecerás y me olvidarás, te darás cuenta que lo que veías de mágico en mí era pura locura contenida. Yo me voy pero te llevaré en mi corazón, cambiaré, aprenderé, seré grande porque creo que grandes cosas están destinadas para mí. No lloro al partir pequeña, le dijo acariciando sus ojos llorosos, porque te tendré presente cuando encuentre la felicidad, cuando sepa lo que es disfrutar del viento como si fuese una caricia ansiada, y sobre todo porque tengo la certeza que también encontrarás la felicidad.
Pasó mucho tiempo. Alegrías, tristezas, buenos momentos y penurias acompañaron a Santiago el mago por los caminos que recorrió. Conoció muchas personas, y ganó mucha experiencia. Se alistó en muchos ejércitos y ganó y perdió batallas. Nunca se sentía agotado porque tenía la convicción de estar creciendo, de estar acercándose al sentido de la vida.
Pero empezó a dudar. En noches claras sentado bajo algún árbol, en amaneceres fríos envuelto en su capa, en días soleados con el torso descubierto; se preguntaba si de verdad estaba progresando, si de verdad iba encaminado a la felicidad.
Después de todo qué era la felicidad, el dinero? La sabiduría? El conocimiento personal? El éxito? Todo eso junto era la felicidad?
Cada vez más seguido volvía a su cabeza el rostro de ella, los ojos brillantes de lágrimas no derramadas en la despedida. Volvían sus gestos, su mirada, el calor de su aliento, su alegría tan espontánea. Volvían sus conversaciones.
Santiago el mago ya estaba viejo, sin embargo; y no sabía lo que podía encontrar al volver, si decidiera volver. Siguió agobiándose bajo soles extranjeros, mientras la vida se le iba yendo en pequeñas gotas de agua que podía oír cuando se quedaba en silencio.
No logró la sabiduría que quería, ni el éxito al que se sentía destinado. Santiago el mago (así lo llamaba ella, sólo ella) siguió siendo un vulgar hechicero de trucos baratos al que invitaban a entretener reuniones alrededor de fogatas. Entonces empezó a sentir que la vida se iba ya no en gotas sino en torrentes, la escuchaba salir de sí no solo cuando estaba en silencio sino en todo momento, como un río cargado. Se acercaba la muerte.
Junto con la cercanía de la muerte le llegó la sabiduría ansiada. Y con la sabiduría le llegó la conciencia del mayor error de su vida, dejarla a ella, dejar ese amor, esa única posibilidad de felicidad que le había sido concedida.
No iba a volver, no podía hacerlo ya. Habían pasado muchísimos años, ella tendría seguramente una vida feliz, y él había perdido el derecho de ser parte de ella.
Recordó que ella siempre escuchaba encandilada sus historias, que siempre le pedía que le cuente más, que exagere por favor, y decidió escribirle. Decidió inventarse una vida para él y contársela a ella, decirle que le había ido bien, que había crecido, que había encontrado el sentido de su vida. Decidió encandilarla una vez más, una última vez. Empezó así: “Pequeña, quiero contarte la increíble y magnífica historia de Santiago el mago, que siempre, siempre, te llevó en su corazón y logró cosas increíbles, conquistó todo lo que buscó, y salió victorioso de muchas y complejas pruebas…”.
Al terminar de escribirle, un día luminoso pero frío, Santiago el mago, achacoso y cansado, envió la carta por correo y siguió su camino, con el rostro de ella grabado en su corazón, pensando que nunca tenía que haberse marchado, que jamás debió apartarse de su lado.
Ella no le pidió que no se fuera, lo quería mucho como para pedirle eso, en cambio le prometió que le esperaría siempre, que siempre lo amaría.
Santiago el mago le dijo, dulce pequeña, en mi ausencia crecerás y me olvidarás, te darás cuenta que lo que veías de mágico en mí era pura locura contenida. Yo me voy pero te llevaré en mi corazón, cambiaré, aprenderé, seré grande porque creo que grandes cosas están destinadas para mí. No lloro al partir pequeña, le dijo acariciando sus ojos llorosos, porque te tendré presente cuando encuentre la felicidad, cuando sepa lo que es disfrutar del viento como si fuese una caricia ansiada, y sobre todo porque tengo la certeza que también encontrarás la felicidad.
Pasó mucho tiempo. Alegrías, tristezas, buenos momentos y penurias acompañaron a Santiago el mago por los caminos que recorrió. Conoció muchas personas, y ganó mucha experiencia. Se alistó en muchos ejércitos y ganó y perdió batallas. Nunca se sentía agotado porque tenía la convicción de estar creciendo, de estar acercándose al sentido de la vida.
Pero empezó a dudar. En noches claras sentado bajo algún árbol, en amaneceres fríos envuelto en su capa, en días soleados con el torso descubierto; se preguntaba si de verdad estaba progresando, si de verdad iba encaminado a la felicidad.
Después de todo qué era la felicidad, el dinero? La sabiduría? El conocimiento personal? El éxito? Todo eso junto era la felicidad?
Cada vez más seguido volvía a su cabeza el rostro de ella, los ojos brillantes de lágrimas no derramadas en la despedida. Volvían sus gestos, su mirada, el calor de su aliento, su alegría tan espontánea. Volvían sus conversaciones.
Santiago el mago ya estaba viejo, sin embargo; y no sabía lo que podía encontrar al volver, si decidiera volver. Siguió agobiándose bajo soles extranjeros, mientras la vida se le iba yendo en pequeñas gotas de agua que podía oír cuando se quedaba en silencio.
No logró la sabiduría que quería, ni el éxito al que se sentía destinado. Santiago el mago (así lo llamaba ella, sólo ella) siguió siendo un vulgar hechicero de trucos baratos al que invitaban a entretener reuniones alrededor de fogatas. Entonces empezó a sentir que la vida se iba ya no en gotas sino en torrentes, la escuchaba salir de sí no solo cuando estaba en silencio sino en todo momento, como un río cargado. Se acercaba la muerte.
Junto con la cercanía de la muerte le llegó la sabiduría ansiada. Y con la sabiduría le llegó la conciencia del mayor error de su vida, dejarla a ella, dejar ese amor, esa única posibilidad de felicidad que le había sido concedida.
No iba a volver, no podía hacerlo ya. Habían pasado muchísimos años, ella tendría seguramente una vida feliz, y él había perdido el derecho de ser parte de ella.
Recordó que ella siempre escuchaba encandilada sus historias, que siempre le pedía que le cuente más, que exagere por favor, y decidió escribirle. Decidió inventarse una vida para él y contársela a ella, decirle que le había ido bien, que había crecido, que había encontrado el sentido de su vida. Decidió encandilarla una vez más, una última vez. Empezó así: “Pequeña, quiero contarte la increíble y magnífica historia de Santiago el mago, que siempre, siempre, te llevó en su corazón y logró cosas increíbles, conquistó todo lo que buscó, y salió victorioso de muchas y complejas pruebas…”.
Al terminar de escribirle, un día luminoso pero frío, Santiago el mago, achacoso y cansado, envió la carta por correo y siguió su camino, con el rostro de ella grabado en su corazón, pensando que nunca tenía que haberse marchado, que jamás debió apartarse de su lado.
2 comentarios:
pero... ella le prometió esperarlo... ella le juró que siempre lo amaría...sin él, pero con su recuerdo, su vida nunca sería enteramente feliz, nunca sería verdadera... Ella no tuvo derecho a retenerlo en aquel entonces, no pudo pedirle que se quedara, porque lo amaba, ahora no pudo decidir tampoco, no pudo decirle "Ven fallece en mis brazos..."
Santiago fue egoísta?, debió contarle que fracasó?, Santiago debió admitir que se equivocó... El amor y el sacrificio de Santiago fueron más fuertes que su soledad y su arrepentimiento? Santiago tuvo miedo...
Almudena, pienso que tienes razón en algo, Santiago fue egoista al marcharse y que tuvo miedo de volver, pero no creo que lo fuera al mentir sobre su vida, al crear una ficción, porque así ella podría pensar, cuando menos, que su partida no fue en vano, que luego de tantos y tantos años transcurridos, cuando menos algo bueno salió de todo eso. A Santiago no le iba a alcanzar el tiempo para volver, de todos modos.
Es muy bueno leerte, amiga.
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